miércoles, 18 de agosto de 2010

El hombre del tiempo.

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Como ya no creemos en Dios, buscamos creer en el hombre del tiempo. Esperamos que terminen las noticias y nos hacemos callar entre todos: el hombre del tiempo va a hablar.
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El hombre entonces, o la mujer –porque resulta que el hombre del tiempo resulta ser mujer de vez en cuando-, desliza su mano sobre una pantalla blanca que milagrosamente vemos convertirse en la región nombrada, según sea su voluntad.
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A veces, la familia entera espera las palabras del hombre del tiempo, y hasta hacen planes. Piensan por ejemplo en la ropa que habrán de ponerse o deciden incluso si ir o no ir hasta algún sitio, y discuten largamente sobre el tema.
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Y es que ya no hay tiempo para ir a la iglesia, y el rito del hombre del tiempo viene a ocupar entonces ese sector del espíritu que fue hecho para creer… ese sector que se desgasta y se atrofia en el desuso y que el hombre del tiempo ejercita cada día, consciente de su responsabilidad –suponemos-, más allá de que el pronóstico resulte o no acertado y debamos ponerlo en duda, como hacíamos también con el Dios de antaño.
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En este sentido, el hombre del tiempo es también la última posibilidad que nos queda: no sólo el último Dios, sino el último profeta. Es cierto, no hay grandes profecías. Nada de que el mundo se va a acabar o que van a venir pestes o plagas de langostas; su trabajo es más bien de continuidad, de soporte… un dios del mantenimiento, por darle algún título, y nombrarlo de alguna forma.
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Además, sus profecías tienen sólo un espacio breve de validez, y hasta pueden ir corrigiéndose minuto a minuto… Hoy mismo, por ejemplo, en que el hombre anunció “cielos inestables” y hasta recomendó salir con un paraguas –mientras ayer nos decía que hoy tendríamos cielos grises, pero sin posibilidad de lluvia-.
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¿Qué hacer entonces? ¿A cuál profecía resulta más sensato hacerle caso?
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Supongo que a la última, -pienso-, y lo confirmo una vez que llego al trabajo y veo como en un rincón comienzan a acumularse un montón de paraguas, como en una ofrenda.
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Sin embargo nadie llega a reclamar esa ofrenda. Es más, ni siquiera llega la lluvia. Y cada uno al terminar el día, vuelve entonces a tomar su paraguas y a criticar al hombre del tiempo sin temor a represalias, -pues no se trata de un Dios vengativo como aquél de antes y hasta puede aceptar sus propios errores, y reírse de todo aquello-.
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Y es que la vida ha de seguir después de todo. Y las únicas certezas que necesitamos son aquellas que pueden resultar no ser ciertas. Algo así como un conjunto de profecías desechables: el hombre del tiempo, las galletas de la fortuna, o el horóscopo hecho por computador en el diario que se reparte en el metro. No necesitamos dioses, ni salvaciones, ni que nos prometan una vida eterna.
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Es más: ¡No queremos vida eterna!
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Nos conformamos con que alguien nos diga qué ocurrirá mañana. Que el cielo estará inestable, que habrá chubascos en la precordillera o que se alcanzarán temperaturas de 40 grados. Que todo puede cambiar, menos tu rutina. Porque a fin de cuentas, eso parece ser lo que importa: que nos mantengamos firmes. Que no dudemos sobre aquello que serán nuestras acciones, nuestras 10 horas de trabajo, nuestra colación apurada, o el beso de buenas noches en la frente de nuestros hijos…

Y no se sienta atacado mi querido lector, que aquí no hay nada punzante: ni cruces, ni vidrios, ni clavos escondidos... Yo le hablo con respeto... y ruego porque el hombre del tiempo siga ahí y no vaya a venir un loco y me lo crucifique como un mártir... Ya no queremos eso.

Yo abogo por una sociedad segura, donde nada, ni siquiera el clima, pueda impedir que realicemos nuestras obligaciones...

Y espero que seamos muchos, querido lector, los que pensamos de la misma forma.
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