domingo, 1 de agosto de 2010

Encuentros con apóstatas (V)

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No admiro a los apóstatas. Me los encuentro simplemente, al andar, y hasta pienso que salen a mi encuentro.
Nadie más sale a mi encuentro, por estos días.
Pero a veces los apóstatas no saben que lo son. Se persignan sin pensar hasta cuando ven una suma, y apoyan una rodilla en el suelo.
Y hasta tienen las rodillas gastadas.
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Yo no soy un apóstata.
Y a diferencia de lo que algunos creen no es algo que se dé fácilmente.
Incluso hay días en que creer se transforma en algo doloroso y difícil y hasta el corazón se aprieta como un ojo que no quiere ver.
Es entonces cuando uno intenta abrir ese ojo que es el corazón como si fuera también la mano cerrada de un niño. Y uno a veces no sabe si abrir esa mano pues no tiene qué ofrecerle.
Pero hay que abrirla.
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Recuerdo que de chico hubo un año que me fracturé varias veces la clavícula. Tres veces la de un lado y una vez la del otro. No sé realmente qué pasaba, pero no sabía caer tras unas volteretas en educación física. Me iba a casa con el brazo inmóvil y luego me ayudaban en casa a sacarme la ropa y me llevaban al doctor. Luego el doctor explicaba que no convenía poner yeso sino inmovilizar por algunas semanas pues se trataba de una fractura como en "tallo verde", como cuando se quebra una rama aún verde y queda llena de fisuras, nos decía, algo rota por dentro, pero unida por fuera, que termina siendo lo importante.
El caso es que pasaban esas tres semanas y me llamaban a dar esas pruebas atrasadas que además incorporaban nuevas volteretas y yo, torpe nuevamente, me volvía a fracturar.
Yo hubiese preferido que me pusieran la nota mínima, pero el profesor insistía y creo que no creía lo que me sucedía.
Para la última vez ya habían pasado meses y debían cerrarme el promedio atrasado. Sentí el hueso sonar cuando caí de la primera voltereta. Luego tuve que dar otra más y una para atrás. No quise decir que me había pasado eso nuevamente. Quizá sentía vergüenza.
Para cuando terminé me hicieron dar también una prueba de argollas en la que el profesor me ayudó a colgarme y notó que el brazo no podía moverlo. Me preguntó si me había pasado algo y le dije que no, que me dolía el hombro un poco solamente, y él pensó que era débil o quizá entendió lo ocurrido y tras un par de intentos fallidos -recuerdo que yo cargaba todo el peso en el brazo bueno- me aprobó con notas bajas en las distintas pruebas.
En esa oprtunidad terminé con las dos clavículas fracturadas y una debí tratérmela tiempo después. Extrañamente nunca más tuve secuelas ni accidentes y nunca un hueso mío se ha quebrado totalmente ni ha vuelto a fisurarse que yo sepa.
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Hay días, sin embargo, en que pienso en esas fisuras. En eso quebrado que está dentro de las cosas aparentemente sanas, o enteras. Eso pienso cuando intento abrir esa mano que es como un ojo, pero que es en el fondo el corazón.
Y no lo digo por adornar la frase. Es como si sintiese esa transformación cuando intento hacerlo y uno sólo al final reconoce como es en verdad el corazón y quizá hasta te reconfortas tras aquel trabajo.
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Y es que no ser un apóstata cuesta trabajo. Hay gente que se le da fácil y las admiro, y hasta las envidio un poco... pero a mí no.
Yo tengo que luchar continuamente por creer en algo y hay veces que no parece que vayas a encontrar nada.
Es cierto, al final aparece, y reconforta, y lo agradeces. Pero me gustaría que aquello fuese más fácil de vez en cuando y no me dejara derrumbado al terminar el día.
Espero ese regalo.
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Mi forma de abrir el corazón esta noche supongo que será contarles de alguien. Alguien que he escogido en mi serie como mi quinto apóstata.
Lo he visto varias veces junto a un carro de sopaipillas -donde también hay un perro que se llama Prometeo del que les hablé hace algún tiempo-, y nunca hemos hablado.
Es un chico vestido de escolar que debe tener unos 11 o 12 años. Siempre está con el tipo que vende en el carrito o jugando con el perro a un costado. Al parecer no va al colegio salvo cuando tiene hambre -va en un colegio donde les dan desayuno y almuerzo-, y no sabe leer ni escribir a pesar de haber pasado hasta cuarto año.
Todo lo que sé de él me lo cuenta el tipo del carrito cuando acompaño a un profe que siempre compra algo ahí y se pone a hablarle.
Nos cuentan también del muchacho que, con la mostaza, le pinta cara a las sopaipillas y se va con ellas hasta el otro lado de la calle y les habla largo rato antes de comérselas, o dárselas a Prometeo que intenta seguirlo para todos lados.
Este último jueves el chico no estaba y la historia que nos cuentan esta vez resulta bastante más terrible. Al parecer el chico le había pegado a su mamá y le había causado lesiones. Habían llegado los carabineros a buscarlo cuando estaba justo al lado del carro. Entonces el chico, antes que se lo llevaran, metió una mano al interior del aceite caliente, en que fríen las sopaipillas y empanadas.
Nos cuentan luego que los carabineros igual se lo llevaron; que le envolvieron la mano en un trapo y lo llevaban sujeto de un brazo para que no se arrancara. Supuestamente iban a ir a un hospital primero y luego seguir con el procedimiento que por lo demás desconozco.
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Otra cosa que desconozco es cómo abrir la mano cerrada de ese chico. Cómo saber y acercarme y entender qué es aquello que hablaba con esas caras dibujadas... qué preguntas les hacía... qué historias les contaba.
Me gustaría poder abrirle la manito que metió ahí en el aceite caliente y dejarle algo dentro. Me gustaría tener algo valioso qué dejarle.
Supongo que para eso es para lo que intentamos abrir el corazón nuevamente; para intentar dejar algo donde otros o para comprender mejor qué es aquello que nos lleva a cerrarlas.
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Quizá recién entiendo que los apóstatas, al acercarse, me enseñan también a abrir mi propia mano. Esa mano que es como un ojo, pero que es en verdad un corazón.
Algo que brilla de tal forma cuando se abre que hasta alegra y suena a cascabeles cuando todo nos parece más triste.
Y hasta me dice en secreto que debo dejarle en la mano a ese chico, cuando vuelva a buscarlo.
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