miércoles, 29 de febrero de 2012

Gente que desaparece.

“Ella era un alma más o menos buena,
pero el mundo está lleno de almas
más o menos buenas,
y mira donde estamos…”
Ch. B.

*

Hay gente que desaparece.

Las ves en una esquina,
intercambias unas frases
y hasta a veces sonríes.

Luego desaparecen.

No es metáfora.

No es que no los veas.

No es que los olvides.

Ellos sí desaparecen.

Se esfuman.

Ya no están.


*

Los que no desaparecen son más,
por supuesto.

El hombre del negocio.

La mujer de la esquina.

O la anciana que alimenta al perro,
por ejemplo.

No sé si son mejores
que aquellos que desaparecen.

Sinceramente, no lo sé.

Creo que ellos,
sin embargo,
también lo desconocen.


*

En resumen:

Hay gente que desaparece,
y hay gente
que no desaparece.

Sin embargo,
todo a quién se le pregunta
cree pertenecer al grupo
de los que no desaparecen.

Y es que quizá,
pienso ahora,
los que no desaparecen
también desaparezcan
de alguna forma
para los desaparecidos…

Es decir,
puede que se trate
de simples bifurcaciones ,
y que a fin de cuentas
todos estemos destinados
a una misma desaparición.

No es metáfora.

No hablo de muerte.

No hablo de alejamientos.

No hablo de olvido.

Hablo de desaparecer,
simplemente;

hablo de no ensuciar.

De salirse del juego.

De evitar complicaciones.


*

Suele ser buena
la gente que desaparece.

O más o menos buena,
al menos,
para no exagerar.

De esos que no hacen daño,
me refiero,
y que dejan cada cosa
en el sitio establecido.

Hacen la cama en las mañanas.

Planchan sus camisas.

Lavan los platos en que comen.

Con eso basta.

Y es que de cierta forma
ya estaban medio desaparecidos
antes de desaparecer…

Es decir,
saben que no hay nada.

Y eso los tranquiliza.

Y claro…
sería injusto, ahora que lo pienso,
seguir hablando de ellos…

Mejor dejémoslos tranquilos.

Y desaparezcamos también.

martes, 28 de febrero de 2012

¿A quién golpea Bobby Sánchez?


I.

Me dicen que apueste por Bobby Sánchez.

No es un caballo ni un galgo, sino un boxeador de calle que paga cerca de 50 a 1.

Nadie lleva cuentas de sus triunfos o derrotas, pero los que me dicen que apueste lo han visto en aproximadamente diez peleas, de las cuales no ha ganado ninguna.

-Está loco -me dicen-, cualquier día de estos va a matar a uno… y ya está cerca…

-¿Cerca de qué? –pregunto yo.

-De ganar… de noquear a alguno… -señalan.

Luego, me cuentan que lo han visto extraño en las últimas peleas. Como si de pronto comenzara a sacar verdaderamente su fuerza y se olvidase de quién está al frente realmente.

-Son momentos –me dicen-, momentos cortos, es cierto, pero si llega a agarrar bien al otro con uno de esos golpes es seguro que gana…

-¿Y cuándo pelea? –pregunto.

-Hoy en la noche –me dicen-. Nosotros vamos.


II.

El lugar no era tan feo como imaginaba. Se trataba de un gimnasio chico donde hacían clases de boxeo. Había peleas, cerveza y apuestas de todo tipo, cuyo porcentaje era calculado por un enano de chaqueta a cuadros.

-Yo apuesto que hoy a alguno le sacan un diente –decía uno.

-Yo apuesto a que le llega un golpe al árbitro –decía otro.

Y claro, el enano calculaba y decía los posibles pagos.

-Dos a uno al diente y tres a uno al árbitro –señalaba entonces el enano, como si hubiese aplicado un teorema infalible.

Fue así que apostaron varios más hasta que fue mi turno para apostar.

-¿Cuánto por irle a Bobby? –pregunté.

-No se puede apostar contra Bobby –dijo de inmediato el enano, como si hubiese multiplicado por cero-, ese tipo pierde siempre… si quieres puedes apostar cuánto dura o la posición en que cae…

-Pero yo quiero apostar que Bobby gana –le expliqué.

El enano me miró incrédulo. Era como si le hubiese pedido un cálculo imposible y no tuviera nada qué decirme.

-¿Cuánto por apostar a Bobby Sánchez? –insistí.

-Apuesta diez mil y te pago un millón –dijo finalmente el enano-, o diez millones, da lo mismo…

-Con un millón está bien –le dije cortante, y le pasé diez mil.

Él llenó un vale y me lo entregó.

Una hora después comenzó la pelea.


III.

Bobby era un tipo desgarbado. Caminaba con un pie volteado hacia afuera y parecía que ni siquiera se podía los guantes.

Todos se reían cuando subió al ring.

En la mesa del lado, incluso, unos tipos habían apostado a que caía antes del primer minuto y se lo gritaban mientras ingresaba su oponente, en notorias mejores condiciones.

Con todo, extrañamente le tenía cierta fe a Bobby. No fe de que ganara, claro… pero era un tipo de fe, sin duda.

Por otro lado, perder diez mil o ganar un millón eran cosas que me tenían sin cuidado. Ninguna de las dos cosas iba a cambiar mi vida, pensé, aunque sin quejas de por medio.

Y bueno, fue entonces cuando comenzó la pelea.


IV.

No sé a quién golpeaba Bobby Sánchez.

Es decir, lo golpearon duro los primeros rounds y hasta se cayó un par de veces, pero hubo un momento en el quinto en que su rostro cambió, y daba la impresión de tener una gran fuerza contenida.

-Este es el momento –me dije, y observé con atención.

Bobby lanzó entonces unos golpes en los que parecía llevarse puesto. Golpes desordenados, claro, desesperados incluso, pero golpes en los que Bobby iba entero, atacando algo que no era, por supuesto, el otro contrincante.

Yo lo veía atacar y fallar, pero comprendía que bastaba un golpe para que Bobby ganase la pelea. Sin embargo, era imposible no preguntarse a qué golpeaba realmente, Bobby Sánchez.

Y es que así como sus golpes parecían apuntar más allá del otro boxeador, sus ojos también parecían estar mirando algo que nosotros no veíamos… algo contra lo que se debía pelear con todas las fuerzas que uno tuviera… mientras lo estuviésemos viendo…

Y claro… fue entonces que Bobby dio de lleno al otro boxeador con uno de sus golpes, lanzándolo contra las cuerdas…

-Un golpe más y gana… -decía la gente, sorprendida.

Pero justo en ese instante, se acabó el round.


V.

El árbitro se acercó entonces a conversar con los dos boxeadores.

La pelea no siguió.

Varios pensaron que había sido un KO técnico y que había ganado Bobby, pero en realidad había sucedido otra cosa.

Y es que Bobby, comprendí, había golpeado no solo al otro boxeador, sino también a eso contra lo cual estaba realmente lanzando sus golpes. Y eso era suficiente.

Es decir, no había necesidad de derribar aquello. De hecho, al golpearlo, quizá Bobby había entendido que eso era algo que no se podía derribar y prefirió desistir… o intentarlo de otra forma, al menos.

Así, resultó que Bobby simplemente decidió no seguir con la pelea.

A punto de ganarla, frente a un boxeador que era incapaz de tenerse en pie para que le levantaran los brazos, per Bobby decidió no continuar.

Y claro, podría alegar y hasta pensar que todo se trató de un arreglo para que yo no cobrase mi apuesta, pero lo cierto es que sentí en ese instante que Bobby había hecho lo correcto.

De esta forma, finalmente, todos perdimos las apuestas.

Menos Bobby.

lunes, 27 de febrero de 2012

¿Usted llamó el taxi?


I.

Me había quedado en una esquina. Era un lugar tranquilo y quería terminar un capítulo de “La broma infinita”, de Foster Wallace.

Ya estaba por lograrlo cuando un auto se detiene a un costado y un hombre se asoma por la ventana.

-¿Usted llamó el taxi? –me pregunta.

-¿Qué?

-Que si usted llamó el taxi.

-¿Cuál taxi?

-Este taxi, po hueón…

El hombre que me habla es el chofer del auto, por supuesto.

-Yo no lo llamé –le dije.

-¡¿Me está tratando de mentiroso…?! –insistió.

Yo no contesté.

En eso, afortunadamente, otros autos pasan por la calle y comienzan a apurarlo, tras verlo detenido.

-¡¡Me las vas a pagar, ahueonao…!! –grita el hombre, mientras se aleja.


II.

-Foster Wallace se mató por tipos como estos –dice entonces un viejo que estaba a mis espaldas.

-¿Qué…?

-Que se mató por eso –sigue el viejo, apuntando mi libro-. Yo también lo habría hecho.

-¿Qué cosa?

-Matarme por tipos así… sociedades enteras así… -divaga el viejo-. Es que uno debe tener algo que dé sentido cuando nadie más lo tiene, ¿no cree? ¿Ha leído a Oliver Sacks?

Yo lo había leído, pero negué para no hablar.

Entonces el viejo comenzó a contar algunos de los casos clínicos de Sacks y a comentar sobre una serie de otros autores que hablaban sobre la pérdida de la humanidad en los individuos de la sociedad actual.

-Pero tú debes saberlo –dice entonces-, estás con Foster Wallace… no cualquiera lee a Foster Wallace.

-No lo estaba leyendo –mentí-. Nunca he leído a Foster Wallace.

El viejo pareció molestarse y guardó silencio un momento.

-Por tipos como tú se mató Foster Wallace –me dijo finalmente-, tú eres peor que el taxista…

-¿Usted llamó el taxi, cierto? –le pregunto, mientras se voltea.

Pero el viejo no contesta, y se aleja del lugar.


III.

Y bueno, fue así que volví a quedarme a solas con el libro de Foster Wallace… cuestión que equivalía, prácticamente, a quedarse a solas con el propio autor y poder preguntarle algunas cosas.

Y es que leer, pensé, quizá sea la única forma de entender por qué llega a darse muerte alguien como él, y de paso, tal vez nos sirva para entender por qué seguimos vivos, de cierta forma, todos nosotros.

Y claro, debo reconocer que aquello sonaba bien hasta segundos después que lo escribí.

Y es que luego lo leí, y pensé otra cosa.

domingo, 26 de febrero de 2012

Todos decían que ella vivía con un gato.


Todos decían que ella vivía con un gato.
Pero claro, ella lo negaba.

Compraba comida a escondidas
en la tienda de mascotas
y cuando la telefoneabas
podía a veces escucharse un maullido
o hasta un ronroneo…
pero ella no dejaba de negarlo.

Debo admitir, sin embargo,
que nunca entendí bien
por qué mentía.

Y es que quizá,
pensaba,
ella tenía miedo de verse a sí misma
como una de esas viejas solteronas,
de las películas de antaño...

Lo cierto
-lo único comprobablemente cierto,
a fin de cuentas-,
es que fue pasando el tiempo
y de un momento a otro ella dejó incluso
de presentarse en el trabajo.

Así,
sucedió que una tarde me pidieron
ir hasta su casa
para consultar por lo ocurrido.

Yo fui.

Golpee la puerta,
pero nadie vino a abrirla.

Llamé por teléfono,
pero nadie contestó las llamadas.

Por un momento, incluso,
pensé que estaba muerta,
o que al menos había ocurrido
algún tipo de desgracia.

Así,
tras intentar nuevamente,
llamé a la policía.

Ellos llegaron.

Rompieron la puerta.

Registraron el lugar.

Por último,
la encontraron a ella
tendida junto al gato.

Ella aún estaba viva.

“Ese no es mi gato”
me dijo,
apuntando al animal.

Luego, no volvió a decir
ninguna otra palabra.

sábado, 25 de febrero de 2012

Quieto en las arenas movedizas.

“Se tuvo fe y triunfó.
Después usted niega la fe.”
Adolfo Bioy Casares


Veo las noticias.

Todos admiran a un hombre
que logró salvarse en las arenas movedizas.

El hombre explica que simplemente
se quedó quieto.

Lo había leído en una revista.

Es decir,
todos admiran a aquel hombre
por haber leído una revista.

O peor aún:
todos admiran a un hombre
por quedarse quieto.

Y claro,
es entonces cuando el hombre
se pone a hablar sobre la fe
y la esperanza que hay que tener
para quedarse quieto.

“La fe en uno mismo”,
dice.

“La esperanza en el mundo”,
dice.

“La salvación solo viene
cuando te quedas quieto”,
dice.

De esta forma,
el hombre trabaja ahora dando charlas
y le enseña a todos que el mundo entero
es comparable
a las arenas movedizas.

Pobre hombre.

Pobres asistentes
a sus charlas.

Todos están quietos
escuchando sus palabras.

Él les da un diploma
y se fotografía con ellos
al final de sus cursos.

Nadie sale movido,
por cierto,
en aquellos retratos.

Yo, en cambio,
prefiero moverme
y hundirme.

Sinceramente,
es lo que prefiero.

Y claro,
no soy admirado
ni entrego diplomas
ni me fotografío con nadie…

Pero al menos,
por el momento,
mis charlas son gratuitas.

viernes, 24 de febrero de 2012

Es más puro de esa forma.


Todo comenzó cuando un chico tocó el timbre del departamento para contarme que yo estaba siendo parte de una estafa.

-A usted lo engañan –me dijo, con tono decidido.

Yo lo invité a pasar.

-Se trata de los metros del departamento –continuó-. Ustedes pagan por un departamento de 62 metros cuadrados y tras la revisión de los planos he descubierto que solo son 59.5, incluyendo los clósets… ¿me dejaría comprobar?

Y claro, yo lo dejé.

Fue así que tras una serie de demandas colectivas y negociaciones –de las que por supuesto no participé-, la empresa constructora nos quiso compensar con un espacio mínimo designado, en las áreas verdes particulares del edificio, junto a una pequeña piscina.

-Será un espacio de pasto designado para cada uno de los habitantes –dijo-, dichos espacios, si bien son pequeños, están diseñados para poner una toalla y tenderse al sol, tranquilamente…

Sin embargo, pienso ahora, fue aceptar ese pequeño trozo de tierra lo que ocasionó los problemas.

Y es que recuerdo que fue entonces cuando los habitantes beneficiarios decidieron delimitar esos pequeños espacios, iniciándose las primeras discusiones.

-¿Y dice usted que no delimitará su área? –me decían.

-No es necesario –les contestaba, pero ellos no comprendían.

Así, sucedió que en mi área el pasto fue creciendo disparejo, pues los otros habitantes se habían organizado para pagarle a un jardinero que mantenía todo en perfectas condiciones, salvo mi espacio.

-¿Está seguro que quiere seguir con esto? -me preguntaban.

-¿Con qué?

-Con esa idea de ser distinto –me aclaró-. ¿Sabe acaso que haremos si sigue negándose a cortar el césped?

-¿Golpearme?

-No. Vamos a poner un cartel sobre su espacio y escribir su nombre, y contar claramente que usted se negó a cortar el césped, siendo el culpable exclusivo de ese espacio.



Lo peor de esto es que ellos pensaban que me afectaban esas amenazas, cuando a mí, obviamente, me importaba una mierda un cartel sobre el pasto, o lo que quisieran ponerle.

Lamentablemente, pienso ahora, más pudo el poder de esos tipos, pues no solo me expropiaron esos pocos metros junto a la piscina, sino que además, terminaron por arruinar el proceso de compra de ese departamento.

Es por eso que hoy, a punto de cumplirse un año exacto desde aquella resolución, quiero agradecerles a todos los vecinos que me obligaron, por esa razón estúpida, a salir de ese lugar y a congelar el proceso de compra que ya había iniciado, en ese entonces.

Y es que hoy, a fin de cuentas, es un alivio no tener ningún tipo de vínculos, o posesiones.

Además, todo es más puro, de esta forma.

jueves, 23 de febrero de 2012

No veo razón para cambiar de vida.

“Hubiera preferido no desagradarle,
pero no veía razón para cambiar de vida.
Pensándolo bien, no me sentía desgraciado.”
A. C., El Extranjero.


Me dicen como si fuera una ofensa
que no soy capaz de vivir de otra forma.

Insensatos.

No elegimos la forma de vivir
ni de morir
cuando queremos realmente
ser honestos.

Y es que a pesar de todo
soy honesto.

Y claro,
no tengo mucho más
de qué jactarme.

Así,
mi único camino
es no tener,
o perder lo que he tenido.

Y es que incluso la sangre,
en mi interior,
no me pertenece.

Todo está en mí
de paso.

Las cosas.

Los afectos.

Incluso el dolor
y la alegría.

Nada es para mí.

Nada vino para quedarse.

Todo es simplemente
señal de vida.

Y acepto esas señales.

Aunque nada, reitero,
quiero para mí.

A ustedes les dejo las palabras.

La carne queda para los buitres.

Pero el espíritu permitan
que lo gaste a diario.

Y es que no soy capaz de vivir
de otra forma.

Sé que no podría.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Blues del hombre elástico.


Se volvió drástico
el hombre elástico.

Y es que de tanto estirarse
su cuerpo se tornó laxo.

Con todos se enoja
y tiembla como en un sismo
cuando se estira hacia sí mismo
mientras toca el saxo.

Y es que en el club de jazz
donde siempre anda borracho
tocar blues se le antoja
y hasta se pone lacho…

Así, a nadie deja en paz
el hombre elástico.

Y a todos les cuenta
que clava como una espada
estirarse hacia la nada
y vivir en tránsito.

¡Pobre corazón
el del hombre elástico!

Y qué vida cruenta
y cuánta desazón
en su cuerpo gimnástico…

Todo en él perdió forma
y es que nunca hubo norma
para guiar sus pasos.

Así lo vio un eclesiástico.
Le habló de Dios y le dijo
que no había paraíso
para el que odiaba el lazo:

-Hay que atar lo que somos
para no extraviarlo.

Y claro,
lo malo fue que aquel hombre
terminó haciendo caso.

Ya no toca blues
y ya no anda descalzo;

su cuerpo se hizo horma
y su vida, zapato.

Ya no se estira
y el pasado no mira,
aunque sea un rato.

¡Qué feo se ve drástico
el hombre elástico…!

¡Qué feo se ve drástico
el hombre elástico…!

martes, 21 de febrero de 2012

El agua es un ser vivo.

“Un animal es un cuerpo vivo organizado y por lo tanto,
el mismo animal es, como hemos observado,
la misma vida continuada que se comunica a todas sus partículas…”
John Locke


Entre las frases extrañas que dicen los loros, hay una que me tocó presenciar y que me parece, hasta el día de hoy, contener algún tipo de secreto.

“El agua es un ser vivo”, decía aquella frase.

Quien la pronunciaba era un loro que estaba en la casa contigua a una panadería, donde vendían unas empañadas de queso y espinaca que solía ir a comprar.

También decía “ahueonao” y una frase referida al tiempo que no alcanzo a recordar. Pero aquello del agua era sin duda lo que más destacaba.

Para comprobar aquello recuerdo que recurrí a diferentes personas, quienes escuchaban claramente lo mismo que yo: “El agua es un ser vivo”.

Con todo, a nadie parecía asombrarle en lo más mínimo aquella frase.

Ahora bien, para poder seguir la historia debo confesar algo que nunca quise reconocer:

Robé al loro.

Solo un amigo que me ayudó lo sabe, y supongo que lo recuerda siempre porque el ave le arrancó un pequeño pedazo de la mano, cuando se sintió raptado.

-¡Ahueonao! –gritaba el loro, (yo creo que a mi amigo).

Y bueno… fue así que conseguí al loro, mientras mi amigo debía ir de urgencias, porque la herida no paraba de sangrar y estaba fea.

-El agua es un ser vivo –dijo entonces el loro, apenas llegó al departamento.

Yo estaba asombrado.

Es decir, ya lo había oído en varias ocasiones, pero me pareció que el loro sabía para qué lo había llevado y cumplía inmediatamente su función.

Y es que, para ser sincero, no había llevado al loro para ninguna otra cosa que no fuese comprobar que era esa frase, lo que él decía.

-El agua es un ser vivo –volvía a repetir, cada cierto tiempo.

Lo malo de esto, sin embargo –más allá de la herida de mi amigo que se infectó gravemente-, era que el loro se mostró siempre distante, y se negaba a comer cualquier cosa que pudiera ofrecerle.

Así, pensé en devolver al loro, pero fui posponiendo esta acción principalmente porque me faltaba un cómplice, para que la operación se realizara sin problemas.

-El agua es un ser vivo –seguía diciendo el loro, cada vez más flaco.

Llamé a un veterinario, pero no llegó.

Dejaba diversos trozos de comida, pero no ocurría nada.

Apenas -recuerdo ahora-, arrancó trozos de un libro de Locke, que estaba en la biblioteca. Pero los escupió.

Era el “Ensayo sobre el entendimiento humano”, de la Editorial Porrúa.

Así, no fue sorpresa cuando un día, tras volver de la universidad, encontré al loro muerto, tendido sobre unas ropas.

Era mi culpa, claro, y me afectó, pero no ahondaré sobre esto.

Les cuento en cambio que quise enterrar al loro. Busqué una caja, le ordené las plumas, y hasta puse un vaso pequeño de cristal, con un poco de agua, al interior de la caja.

Pensaba enterrarlo en el patio de la casa de mis padres, al otro día.

Finalmente, sin embargo, el entierro nunca se llevó a cabo.

Y es que el cuerpo del loro desapareció de la caja, cuando estaba en mi departamento.

Tenía una ventana abierta y es fácil pensar que quizá entró un gato, aunque yo prefiero imaginar otra cosa.

Con el tiempo, por cierto, pude comprobar que lo que decía el loro sobre el agua era una verdad innegable.

Pero esa es otra historia.

lunes, 20 de febrero de 2012

Sobre las personas curiosas.

“En los días fríos un hombre puede ver su aliento
y en los días cálidos no.
Pero el hombre respira siempre”.
Zadie Smith.


Algunas personas son curiosas. Es decir, se ven impulsadas a averiguar cosas: buscan pistas, establecen relaciones… cosas de ese estilo.

A veces anotan en libretas o sacan fotografías o simplemente te escrutan con la mirada, como si quisieran develar algún misterio, o dar significado a esos espacios en blanco que suelen quedar entre las cosas.

Por ejemplo, una persona curiosa si ve un objeto en el piso, habrá de buscar siempre un sujeto con quien vincular dicho objeto, pues su curiosidad no es otra cosa que el temor de dejar una pieza suelta, y que se desmorone el mundo.

De esta forma, las personas curiosas son también las más cobardes, pues su curiosidad apunta siempre a la explicación y a la tranquilidad que puede producir el comprender –aunque sea momentáneamente-, los fenómenos de mundo.

Así, las personas curiosas suelen desarmar objetos, hacer preguntas y buscar una serie de informaciones que les permitan hilvanar aquello que los rodea.

-¿Ves esa señora de allá? –dice una de ellas-, ella es tía del chico que anda en la bicicleta roja… está de visita porque la mamá del niño está enferma y vino a cocinar y sale a veces a hacer las compras…

-Pero la señora, ¿es la hermana de la mamá o del papá del niño? –pregunta la otra.

Y luego siguen.

Sin embargo, no es simple chismoteo, es solo que no les gusta dejar piezas mal puestas ni hoyos en el bote; es decir, la curiosidad lleva a buscar hoyos en el bote y procura taparlos inmediatamente.

En este sentido, toda esa búsqueda de explicación, la creación de leyes y teorías, la nomenclatura que existe para nombrar cosas que nunca veremos, no es más que el fruto de la cobardía de conformamos con aquello que somos, y claro, con aquello que no somos.

Es como todos esos chicos que van a ver al mago para descubrir el truco, o como los que van al tarotista o al psicólogo, porque necesitan que alguien les explique su propia vida, o les ayude a comprender –y solucionar-, sus propios sentimientos.

-¿De dónde sacó el pañuelo?

-¿Me engaña mi mujer?

-¿Por qué me siento así cada mañana?

Y claro, explicaciones siempre habrá, y será posible establecer vínculos o crear teorías… pero lo cierto es que ese tipo de personas curiosas no se detendrá y seguirán buscando nuevas explicaciones y nuevos vínculos.

Así, finalmente, supongo que lo que hay que conseguir es la valentía necesaria para vivir sin cuestionarnos formas ni modos y disfrutar de aquello que simplemente se da, desvinculado del resto, por sí mismo...

Olvidarnos de la fotosíntesis, en definitiva, y maravillarnos con la planta o la flor que aparentemente crece por sí sola…

Que los abrazos del mundo sigan siendo invisibles y desconocidos.

Y que la explicación de todo sea su propio ser, o su aroma.

domingo, 19 de febrero de 2012

Por dónde empezar.



Podría contarlo a modo de chiste. Decir por ejemplo que fui donde un doctor y conversamos lo siguiente:

-Doctor, me duele cuando hago esto, ¿qué me recomienda?

-Sencillo, Vian, no lo haga.

Pero claro, además de fome, el chiste estaría faltando a la verdad, pues si bien el dolor existe, no viene a mí ante una acción determinada.

Además, debo reconocer, puedo vivir con el dolor, e incluso jugar con las palabras y llamarlo “incomodidad”, para aliviar la carga.

Así, mis amigos me recomiendan cambiar de trabajo, o dejar de exigirme en algunos aspectos, o simplemente alejarme de todo.

-¿Te acuerdas lo que decía Tennesse Williams sobre la muerte? –me dice uno de ellos.

Yo no respondo.

-Decía que lo verdaderamente contrario a la muerte no es la vida, sino el deseo… da lo mismo de qué, pero el deseo nos aleja de la muerte, nada más.

-¿Y?

-Que tú no estás deseando nada, por eso estás así, como muerto.

Y claro, es cierto que estoy un poco muerto, pero es falso que no desee nada. El problema real es que cada día creo menos en la posibilidad de que se cumplan las cosas que deseo.

-¿Qué deseas? –dice entonces mi amigo.

-Eh… no sé bien –digo yo-, creer un poco en los otros, supongo… en la bondad de los otros…

-¿Para qué? –insiste él-. ¿No te basta creer en ti… en tu propia bondad, por ejemplo?

Y yo lo pienso un rato y evado el tema. Un poco porque cuestionar la bondad de uno debe ser algo íntimo y otro poco –un poco grande en verdad-, porque me es difícil explicar la necesidad que tengo de creer en los otros, de afirmarme en los otros, incluso, para sostenerme yo mismo.

Y es que no sé por dónde empezar, para explicarlo, realmente… Es decir, vuelvo a mi vida de profe en un par de días, debiese entregar una novela para jóvenes en un par de semanas, debiese organizar mi año para que puedan darse bien una serie de proyectos… pero al final, todo deviene en una especie de dolor. Un vértigo casi, como si todo aquello que hago estuviese siempre destinado a ser lanzado hacia un vacío… y claro, el problema aumenta cuando uno siente estar presente en lo que hace, y el vacío del que hablo comienza a hacerse presente también, dentro de uno.

Por otra parte, sé que no se trata de algo excepcional. La vida de todos tiene dificultades y las mías pueden sin duda ser menores que la del resto… pero a veces siento que estoy viendo todo con los ojos demasiado abiertos, y la realidad metiéndose en uno, suele hacer pedazos lo que tenemos dentro.

-Soñé que todos éramos un hot dog sin salchicha –recuerdo que me dijo alguien alguna vez.

Y claro, esa vez, todos rieron.

Hoy, sin embargo, me tomo en serio esa imagen y me parece cada vez más cierta.

Y es que así como existían esas comedias llamadas “¿Dónde está el piloto?” o “¿Dónde está el policía?”, quizá debiese también crearse una película –más dramática, por cierto-, que se llame “¿Dónde está mi salchicha?”, donde se hable sobre la búsqueda de aquello que debió estar al interior de nosotros, para darnos un significado completo.

-Pero eso parecería título de película porno –me dice entonces uno de mis amigos, que ha estado atento a mis palabras.

Y claro, yo le doy la razón y hasta lo dejo bromear sobre el asunto.

Después de todo, me digo, yo no sé siquiera por dónde empezar, a salir de todo esto.

sábado, 18 de febrero de 2012

Posibles impresiones del gato Murr, tras escuchar la Kreisleriana.

“Toca mi Kreisleriana a menudo.
En algunos movimientos hay ciertamente
un amor salvaje.
Y tu vida y la mía, y como eres.”
Schumann a su esposa Clara.


En “Puntos de vista y consideraciones del gato Murr sobre la vida”, E. T. A. Hoffmann, su autor, parece relatar de forma fragmentaria, una pseudobiografía del maestro de capilla Johannes Kreisler, por voz del gato Murr.

Sin embargo, esta primera impresión –que por cierto es la más difundida a la hora de reseñar esta obra-, resulta ser apenas el acercamiento a uno de los aspectos que dicha obra propone.

Y es que tal como lo dice el título, el objeto central de cual habla el gato Murr, no es, exclusivamente, la vida de Kreisler, sino la existencia misma, ejemplificada en algunos momentos de la vida de dicho personaje.

Puede no ser algo trascendente, claro, pero es importante si se tiene en cuenta la mirada del gato, quien se siente incapaz, según sus propias palabras, de dar cuenta por completo de aquello de lo que es testigo: la existencia “en” –y no “de”- Johannes Kreisler.

Esta especificación -que puede parecer algo fría o técnica a primera vista-, esconde, sin embargo, un rasgo que me parece fundamental cuando queremos dar cuenta de algo, ya sea asumiendo que damos cuenta de la totalidad de ese algo, o actuando como si ese algo del que damos cuenta poseyese a su vez, totalmente, una existencia propia.

Ahora bien, si volvemos nuevamente la mirada a la obra de Hoffmann, podemos observar que la existencia que existe en Kreisler –disculpen la facilidad de la frase-, no solo resulta inabarcable porque es más “amplia” que el mismo Kreisler, sino porque además, establece una serie de contradicciones entre las formas del comportamiento del maestro, quien no parece ser nunca el mismo, según el gato Murr.

“Cada vez que intento contarles de él es como si les hablase de otra persona… incluso cuando me refiero a un mismo hecho, por más sencillo que este sea…”, dice en un momento.

Desde este punto de vista, no me resulta extraño que Schumann haya sentido cierta predilección por este libro, y que haya recurrido a él para referirse en numerosas ocasiones a su propia obra (y a la relación que se establecía entre dicha obra y su propia personalidad), al mismo tiempo que componía la Kreisleriana, en honor a esta misma novela.

Y es que Kreisleriana –según mi opinión-, potencia esa condición que tienen prácticamente todas las obras musicales de “transformarse” al ser interpretadas.

Y claro, puede que mi opinión carezca de asideros objetivos, pero me sucede con esta obra no poder reconocerla según quién la interprete, y, al mismo tiempo, suele producirme sensaciones totalmente diversas, según esta misma condición.

Así, por ejemplo, me incomoda en gran medida la interpretación de la Argerich –quién parece haberla aprendido por fragmentos, remarcando pequeños ritmos que “cortan” la armonía de la obra-, o me inquieta la velocidad de Horowitz –sobre todo cuando es interrumpida por momentos que parecen pertenecer a otra composición-, o me “deja en blanco” la interpretación de Kissin –que parece no dejar nada de la obra después de la ejecución (aunque sin la sensación de destrucción que me provoca la interpretación de Arrau).

Es decir, en definitiva, -exceptuando a ratos la interpretación de Ushida que me parece conservar la obra un poco más desnuda-, en todas las ejecuciones de la obra de Schumann, me parece escuchar otra obra. Pero no solo por acentos en la ejecución, ni velocidades ni duración de las notas, sino por algo menos técnico, supongo, y que me atrevo a nombrar con la palabra “impresión”, que vendría a ser el resultado de la ejecución de la obra en –y no de-, cierto autor determinado.

Ahora bien, ¿pueden estas impresiones estar contenidas en la obra, antes incluso de las ejecuciones de los distintos intérpretes?

O en otras palabras, ¿no son la Argerich, Horowitz, Pollini, Bios, o quién sea, similares al gato Murr intentando dar un punto de vista sobre la Kreisleriana?

Y es que la vida misma, en definitiva –lo que vivimos en ella me refiero-, resulta ser también, de esta forma, una impresión de algo que existe en otro sitio.

Así, finalmente, hasta las acciones que creemos más propias y definitivas terminan siendo impresiones. Amar, una impresión, morir, otra impresión y hasta el universo entero podría ser, de esta forma, una impresión.

¿No sería un avance, entonces, pensar en la idea de “el amor en” o “la muerte en” una persona, en vez de la absurda idea de posesión que demostramos al hablar de “el amor de” o “la muerte de” un sujeto determinado…?

¿Eso es lo que intuía de la vida, el gato Murr?

viernes, 17 de febrero de 2012

A propósito de un corredor keniata.


Entre las cosas extrañas que leo, me encuentro con una entrevista a un maratonista keniata cuya particularidad consiste en haber cronometrado, en las cuatro competencias oficiales en que ha participado, exactamente el mismo tiempo.

No recuerdo el nombre del corredor ni el tiempo específico, pero sí que todo era exacto hasta en los segundos, siendo además la mejor marca del corredor, teniendo en cuenta otras competencias preparatorias.

-Sé que doy el máximo –decía el keniata-, pero parece que el máximo de uno es algo limitado y no sé qué queda por hacer después que se alcanza.

La entrevista seguía entonces con otros temas relativos a su futuro deportivo, pues el tiempo logrado le permitía competir en las próximas olimpiadas.

Sin embargo, el keniata señalaba que aún no decidía si participar o no, justamente porque no creía que pudiese mejorar su marca.

-Es un buen tiempo –decía-, pero no es suficiente para obtener una medalla…

Imaginé entonces al keniata. O más bien, intenté imaginar el interior del keniata. El interior del keniata cuando va corriendo, para ser más específico… y justo entonces, recordé una situación similar que había vivido de pequeño.

Era una situación bastante estúpida, claro, pero guarda cierta relación con lo del corredor, así que la cuento brevemente.

Se trataba de batir un récord de permanecer bajo el agua. Un récord personal, claro, sin importancia alguna, salvo para mí. Me había mudado recién a la casa de mi abuelo, que tenía piscina, y como era pequeña como para hacer algo más, yo simplemente me metía bajo el agua y aguantaba la respiración.

Y claro, al igual que el keniata, recuerdo que yo alcanzaba el mismo tiempo cada vez, sin lograr superarlo; y al igual que lo que me ocurrió hoy con el keniata, sucedió que una vez, estando bajo el agua, me acordé de una situación similar, que le ocurría a una amiga algo mayor, que estudiaba física.

Pues bien, recuerdo que ella trabajaba en un proyecto que estaba relacionado con los pliegues. Es decir, calculaba cuántas veces podían doblarse ciertos materiales y descubría ciertos límites en la cantidad de pliegues posibles en cada sustancia.

Todo con una explicación profunda, claro, pero ella me lo contaba en ese entonces de forma sencilla. De hecho, las motivaciones de ella también eran simples, pues habían surgido tras observar la presentación de un contorsionista en un circo de barrio.

Ella me contó, de esta forma, que el contorsionista quería batir un récord metiéndose en una pequeña caja de vidrio, y, si bien lo logró, no pudo en cambio salir del recipiente, por lo que llegó una ambulancia, suspendiendo la función.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con el keniata y su cronometraje?

Pues no lo sé ciertamente, pero lo intuyo.

Y pienso que cada cosa, ser, o sustancia, intenta de alguna forma plegarse contra sí mismo. No importa si es corriendo maratones o aguantando la respiración o reduciendo nuestro cuerpo hasta ocupar el mínimo espacio posible.

Y es que supongo que todas esas acciones que aparentemente buscan sobrepasar límites, nos acercan en verdad a sobrepasar fronteras que tienen relación con nuestra propia sustancia, o con el cambio de esta.

Así, por ejemplo, recuerdo que mi amiga –la que estudiaba física-, me explicó que la única forma para que una sustancia pudiera doblarse más veces de lo que físicamente le era permitido, era cambiando su composición interna.

Ahora bien, ¿podemos hacerlo nosotros?

Sinceramente, pienso que sí, pero no voy a explayarme al respecto.

Como pista, sin embargo, les cuento que cuando recordé lo de pliegues, logré batir mi récord de permanecer bajo el agua. Asimismo, estoy seguro que si el keniata renuncia a competir en las olimpiadas, batirá también su récord.

De hecho, les aseguro, esta es la única forma posible.

jueves, 16 de febrero de 2012

Una espada de madera / Un centauro / Un viejo en un bote.

“Escuchaste
lo que los jóvenes necesitan escuchar:
que los ancianos sufren.”
Derek Walcott


Una espada de madera
hundida en la tierra
no logra echar raíces.

Aunque claro,
no es un logro, ciertamente,
echar raíces.

Lo digo pensando en una historia
que me contaron hace tiempo
en una isla.

Pero no puedo, aunque quiera,
contarles esa historia.

En cambio,
puedo contarles que en la isla
vivía un centauro.

No lo vi claramente, es cierto,
pero desde la distancia
puedo asegurar que era un tipo de ser
que nunca había visto
en otro sitio.

Por otra parte,
nadie más vivía
en esa isla.

Un viejo me llevó hasta la orilla
y esperó en el bote
que quedó amarrado a un tronco.

Yo debía ir hasta un pequeño bosque
que estaba al centro de la isla.

Desde ahí vi al centauro.

Me habían hablado del centauro
y de una luz al centro del bosque,
pero yo no fui a eso:

yo fui a enterrar entre los árboles
una espada de madera,
y a escuchar una historia.

De vuelta,
en el bote
el viejo me pasó los remos.

Yo remaba tan mal
que el hombre reía a carcajadas
golpeándose las piernas.

Entonces me di cuenta
que no conseguía alejarme lo más mínimo
de aquella isla.

Desde ahí,
todo seguía estando en un mismo sitio
como si hubiésemos tenido que esperar
un permiso especial
o logrado cierto aprendizaje
para poder partir.

Es como la aduana del centauro,
me dije.

Y claro,
fue en ese momento
-en medio de las risas del viejo-,
cuando pensé que no echar raíces
tampoco era, necesariamente, un logro.

Así, finalmente, comencé a avanzar
y el viejo paró de reír
para encender una pipa.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Un hombre haciendo gárgaras.


Hoy vi a un hombre haciendo gárgaras.

Estaba al costado de un terminal de buses.

Tenía agua en una botella y cada cierto tiempo escupía el líquido y comenzaba nuevamente.

Sus gárgaras eran extensas y ruidosas.

Lo sé porque yo estaba a cinco metros y escuchaba claramente el sonido que producían.

Nadie le prestaba atención, después de un rato.

La gente pasaba. Mi hijo leía una revista. El hombre hacía gárgaras.

Luego ocurrió algo.

A unos 30 metros de ahí un auto perdió el control y estuvo a punto de atropellar a una niña.

Ella estaba con su madre, pero ninguna de las dos reaccionó a tiempo.

Al final, el auto pasó a centímetros de la niña y se subió a la acera, arrancando unos arbustos.

Entonces, la gente que pasaba se detuvo.

Mi hijo dejó de leer la revista.

Pero el hombre de las gárgaras siguió en su quehacer, sin alterarse en lo más mínimo.

Fue así que yo me plantee dos cosas aparentemente separadas.

Estas son:

1. Pensé en el hombre haciendo gárgaras. Y en el sonido de las gárgaras. Imaginé incluso las gárgaras como una especie de lenguaje. Un idioma superior, incluso. Un lenguaje donde el significante permanecía incorrupto y distante de los hechos del mundo. Un idioma superior porque se fundaba sobre la idea de que todos los significados son transitorios. Igual que los hombres. Igual que las creencias de los hombres. Igual que lo que aman los hombres.

2. Pensé en la mujer y su hija. Y me centré en el instante de duda que pudo haber tenido la madre para intentar “salvar” a su hija. Así, terminé preguntándome sobre aquello por lo que estamos dispuestos a dar la vida sin siquiera cuestionarnos. Por último, yo mismo cuestioné ese algo y pensé en las razones que pueden llevar a un hombre a elegir aquello que sabe más valioso. Recordé los tiempos en que ese algo podía ser la patria, o una religión y quise compararlos con las ideas más aceptadas o aparentemente incuestionables, como arriesgar tu vida por tu hijo, por ejemplo. Pero no pude.

Y es que fue en ese instante cuando mi hijo se percató que el bus había llegado, frenando así mis pensamientos en el punto antes descrito, sin obtener conclusiones claras.

Guardamos nuestras mochilas.

Nos subimos al bus.

Pero no pudimos partir de inmediato porque llegó carabineros y una ambulancia.

La gente comentaba lo ocurrido.

Los paramédicos sacaron al chofer del auto accidentado.

Los carabineros tomaban declaraciones.

Fue entonces que mi hijo me comentó que el hombre de las gárgaras ya no hacía gárgaras y que se acercaba al lugar del accidente.

-Lleva otra botella con agua-, agregó.

No sé qué pensó mi hijo y para ser sincero tampoco recuerdo qué fue lo que pensé yo.

Pero ambos miramos en silencio.

Así, vimos al hombre de las gárgaras acercarse a los arbustos que habían sido arrancados, e intentar volver a ponerlos en su lugar. de alguna forma.

Luego, se despejó un poco la calle, partió el bus y nos fuimos.

-¿Servirá regar los arbustos arrancados? –me preguntó mi hijo.

-Quién sabe –le dije yo.

Horas más tarde, sin embargo, me di cuenta que yo sabía esa respuesta.

Y se la dije.

martes, 14 de febrero de 2012

Es tan estúpido que avergüenza.


Es tan estúpido que avergüenza. Y avergüenza porque revela un aspecto interior que puede considerarse absurdo. Aunque claro, ya por ser interior podría señalarse incluso que es absurdo: absurdo porque no es visto, porque no sabemos si es y porque no tenemos pruebas.

El hecho en sí es que me ofrecen una casa. Una al borde de un lago para un par de meses que quiero tomarme este año para ver si finalizo un proyecto de escritura. No te preocupes de nada, me dicen. Tenemos leña, un pequeño invernadero y solo tienes que ocuparte de escribir.

Luego me explican que de todas formas –si no me agrada la leña-, hay un sistema de calefacción central, y que un cuidador viene una vez por semana para visualizar cualquier desperfecto.

Además, me dicen, hay una bodega abajo repleta de comida e incluso una guarda de vinos a la que puedo recurrir sin problemas.

-¿Y cuál es el truco? –pregunto.

Ellos ríen y dicen que no hay engaño, que puedo ir y conocer el lugar y me pasan las llaves que están unidas a una foto de ellos arriba de un velero.

Por cierto, ellos son una pareja que conocí de casualidad, hace un par de años, y que me recibieron hoy, justo a un día de terminar mis vacaciones donde debía encontrar un lugar para terminar el proyecto que mencionaba.

Cómo sea, el punto es que fui al lugar, donde todo resultó ser aún más completo de lo que decían. Piscina temperada, un pequeño sauna y hasta un jardín abierto al interior de la casa.

Y claro, es entonces cuando viene ese aspecto absurdo que avergüenza. Ese aspecto propio, por supuesto. Una parte de mí que se niega a esas cosas demasiado fáciles, y que las encuentra falsas.

Y es que todo aquel lugar, y hasta la pareja que lo ofrecía de esa forma desinteresada, vienen a ser parte de una vida en que no creo… y que no sé apreciar en lo más mínimo.

Podría decir más al respecto, pero lo crean o no es algo que avergüenza. Sobre todo porque no es algo que siento limpio. Es decir, no nace de una visión clara de la que siento que es la vida ni de una declaración de principios establecida de antemano. De hecho, todo sucedo de una forma diametralmente opuesta, brotando de un momento a otro como una náusea sin un origen determinado, y que me lleva sin darme cuenta a juzgar la vida de otros… y a no creer en ella.

¿Qué les digo a ellos, entonces…? ¿Cómo les explico la situación sin atacar la forma en que ellos viven?

¿Les pido disculpas?

¿Les agradezco, pero les cuento que suelo ser un poco amargo y que no sé aceptar aquello que se brinda demasiado fácil…?

No.

Mejor no.

Mejor ser sincero y hablar desde mi náusea. Porque absurda o no esa náusea está en mi interior y me pertenece. Y quizá hasta yo le pertenezca a ella.

Les devuelvo sus llaves porque su vida es tibia y me da náuseas. No creo en su felicidad que se yergue sobre la vida del jardinero, el cuidador y sus empleadas. No creo en sus sonrisas ni en sus dientes blancos ni en su cristianismo según conveniencias. No creo en su forma de amar, ni de vivir ni de ayudar a los otros.

Y es que quizá me equivoque y tome nuevamente un camino equivocado. Pero quiero caminos y no estaciones disfrazadas de caminos.

Y claro, sé que me contradigo y a veces todo parece estúpido... Tan estúpido que avergüenza, como les decía. Pero lo que me avergüenza es mío, y está en mi interior y hasta vale más que todo aquello que superficialmente no debiera avergonzarme.

En resumen: aquí les dejo sus llaves y estas palabras y un abrazo.

Disculpen si esto hiere de alguna forma, pero es mi forma de querer, simplemente.

Con todo, supongo que ustedes deben saber más sobre la verdad de sus vidas, de lo que yo pueda decirles.

Espero, sinceramente, que eso sea así.

lunes, 13 de febrero de 2012

Caer en un bote salvavidas.

“Prometo que no quería escapar,
pero caí accidentalmente
en un bote salvavidas”
Declaración del Capitán del Costa Concordia.


¡Qué suerte la del capitán del crucero que hizo aguas hace un mes!

Y no lo digo con ironía.

Y es que pueden tratarme de ingenuo, pero creo profundamente en sus palabras.

Además, ¿qué sentido puede tener abandonar un barco que se hunde, para caer en otro que se hunde simplemente un poco más lento?

Porque claro, pueden tratarme de pesimista, pero no pueden negarme que todo –absolutamente todo-, se hunde poco a poco.

Quizá es por eso que me rechazan por cuarta vez consecutiva un texto sobre el tema, donde me acusan –entre otras cosas-, de tratar muy benévolamente al capitán.

-Liberas al capitán de toda culpa y no das cuenta de la carga trágica –me dice el editor.

-Haces parecer todo como algo natural, como si se cayese del árbol una fruta madura –alega el de redacción.

Y claro, yo intento recoger sus comentarios y rehacer el texto porque en el fondo me gustaría que quedase publicado cierto acercamiento a la figura del capitán y la obligación que lo ata al barco que se hunde…

Con todo, los reclamos siguen:

-¡Tus datos minimizan la catástrofe…!

-No entiendo la necesidad de citar a Spinoza al final del texto…

-No puedes asegurar que Dios nos haya abandonado de esa misma forma…

Y así los reclamos siguen.

-Pero sí es verdad que encalló a treinta metros de la costa –me defiendo-, y es verdad que nunca terminó de hundirse…

Pero lo cierto es que no me escuchan, y parecen tener tan claro el texto que necesitan, que no sé realmente por qué no lo escriben ellos, para ahorrar malentendidos.

-Y respecto a lo de caer casualmente en un bote salvavidas –me dice finalmente el editor-, no puedo aceptar que lo muestres como un hecho hermoso, ni mucho menos que creas en ello… ¡eso es absurdo, Vian…! ¡Totalmente absurdo…!

-Pero y la vida… –me defiendo-, o la forma en que llegamos a relacionarnos con los otros, o la dirección que toman nuestras acciones… ¿no es todo eso fruto del mismo absurdo? ¿No es también la vida un bote salvavidas?

Pero el editor no contesta, y se niega incluso a dirigirme la palabra, pues me acusa constantemente de ser irónico y de jugar con el lenguaje.

¿Y saben…? Quizá él tenga un poco de razón, después de todo, pero no se lo digo.

Y es que en el fondo, ni yo mismo tengo claro en qué creo realmente, y a veces, en la búsqueda de ese creer, uno termina cayendo en sitios extrañamente seguros, y confortables.

¿Es la ironía entonces ese bote salvavidas donde caigo accidentalmente cuando me quiero expresar…?

Mmm…

Pues no.

No lo creo, realmente.

domingo, 12 de febrero de 2012

No sé quién es Kingo.

“Ignorar las palabras significa
ignorar a los hombres”
Confucio.


He estado entre pescadores. Ellos me reciben diciendo que les recuerdo a Kingo.

Y claro, como yo no sé quién es Kingo, ellos me cuentan una historia.

-Kingo era uno de los nuestros –me dicen-. Un poco extraño, pero de los nuestros.

-¿Pescador? –pregunté yo.

-Pescador –dijeron ellos-. Un tipo normal, como todos, hasta que encontró un ahogado.

Luego me explican que un día, enredado entre algas, Kingo encontró un ahogado. El cuerpo de alguien que nadie del sector conocía y que Kingo llevó a escondidas hacia la cabaña donde vivía, a un costado de la playa.

-No es que estuviera loco –me dicen-, pero lo cierto es que hizo todo eso a escondidas… Lo recogió, lo limpió, lo llevó hasta la cabaña y lo dejó entre los hielos que usaba para congelar el pescado…

-El ahogado era viejo –agrega entonces otro de los pescadores-. Yo no lo vi muy bien, pero Kingo repetía que tenía la edad para ser su padre, y que esa fue una de las razones que lo llevó a cuidarlo.

-¿A cuidarlo?

-Sí –me dicen-. Lo que pasa es que Kingo decidió hacerse cargo del ahogado… si hasta salió a pescar con él y así fue como lo vimos nosotros, mar adentro…

-¿Y él qué hizo cuando lo descubrieron?

-¿Kingo?

-Sí, ¿qué hizo Kingo cuando lo vieron con el ahogado?

-Mmm… nada en especial… es que Kingo era raro desde antes… -me dicen-, creo que simplemente nos contó la historia y nos dijo que el ahogado le había traído suerte, o algo así…

-¿Suerte en la pesca? –pregunté.

-Supongo… -dijeron ellos-, aunque al final fue para peor, porque le entró algo raro con el tiempo y empezó a quedarse mirando los pescados, hasta que de un día para otro dejó de pescar y se fue de la cabaña, sin decir a dónde…

-Pero esperen –interrumpí-, ¿qué ocurrió con el ahogado?

-Puras confusiones no más –me dijeron-. Es que justo cuando se fue el Kingo llegó la policía y encontró al ahogado en la cabaña, todo descompuesto…

-¿Y ustedes no habían hecho nada con el ahogado?

-No… es que pa ser sinceros no estábamos seguros de la historia del Kingo, y apenas habíamos visto un bulto, a lo lejos… Quizá te suene raro, pero es que el Kingo era raro…

-¿Y la policía…? –pregunté-. ¿Qué pasó con eso…?

-Ellos empezaron a decir que el ahogado era el Kingo –me cuentan-, y se llevaron el cuerpo pa que lo estudiaran y dijeran de quién era… pero al final se equivocaron.

-¿Cómo…?

-Que se equivocaron los que revisaron el cuerpo, porque seguían diciendo que era el Kingo… así que tuvimos que cambiar lo que dijimos y firmar unos papeles nuevos donde decía que el Kingo era el que se había ahogado… pero era una cuestión absurda…

-¿Y no había posibilidad que el ahogado hubiese sido Kingo?

-No po… -me dicen, algo molestos-, ¿o acaso uno puede encontrarse el cadáver de uno mismo, hacerse compañía y andar con él a cuestas de un lugar a otro…?

Y claro, yo les doy la razón, hasta que de pronto me fijo que hay un bulto entre ellos y decido preguntarles derechamente de qué se trata todo esto.

-¿Que acaso no nos puso atención…? –me dicen entonces, de mala forma-. ¿No aprendió nada de lo que le dijimos…?

Así, finalmente, me decido a reordenar esta historia, para ver si obtengo, de esta forma, algún aprendizaje.

sábado, 11 de febrero de 2012

Monedas sin valor / Un hombre en una casa / Un frasco de vidrio

“Los verbos no nos fueron dados para explicar
ni para hablar de hechos que nada significan.
Los verbos solo sirven para preguntar
sobre el significado de imágenes dispersas
y verdaderas”
Otto Wingarden.


Un frasco de vidrio con monedas viejas.
Un frasco de vidrio con monedas sin valor.
Un frasco de vidrio.

Un hombre con monedas viejas.
Un hombre con monedas sin valor.
Un hombre como un frasco de vidrio.

Una casa vieja en una montaña.
Una casa vieja de madera podrida.
Una casa abandonada.

Un frasco de vidrio en una casa vacía.
Un hombre en una casa vacía.
Una casa vacía sin valor.

La sombra de un árbol sobre una casa vacía.
Un frasco de vidrio a la sombra de una casa.
Un hombre bajo su propia sombra.

La noche oscura sobre un frasco de vidrio.
La noche oscura sobre una casa vacía.
La noche oscura sobre un hombre con monedas sin valor.

El interior del frasco.
El interior de la casa.
El interior del hombre.

La casa abandonada.
El frasco trisado.
El hombre sin valor.

¿Qué se compra con monedas sin valor?
¿Quién vive en una casa abandonada?
¿Qué ve un hombre en la oscuridad?

El interior del frasco.
El interior de la casa,
El interior del hombre.

La claridad que escapa.

La oscuridad entre las cosas.

viernes, 10 de febrero de 2012

No es el tabaco lo que produce el cáncer.


No es el tabaco lo que produce el cáncer.
Ni tampoco es el cáncer el que produce la muerte.

Lo que ocurre es que hemos buscado un contrincante débil.
Y pensamos entonces que vencemos, o que podemos vencer.

Pero claro, morimos en realidad por otras razones.
Tantas y tan variadas que hablar aquí de ellas
es simplemente una pérdida de tiempo.

Y claro, a mí no me gusta perder el tiempo.

Así que resumo diciendo que vivimos de forma excesiva.
Y que el tabaco solo mata a los viven más tiempo
del que tenían asignado.

Por eso viene el cáncer.

Por eso viene la muerte.

Porque la hacemos venir hasta nosotros, me refiero,
al rehuir de ella.

Todo lo demás son caminos mal dirigidos.
Evasiones que al final terminan siendo atajos:

El portero de un equipo, haciendo tiempo.

Jesús en Getsemaní.

Noé construyendo un arca.

¡Pobres aplazamientos…!

Mejor fume usted tranquilo.

Tráguese el humo si quiere.

Arránqueles el filtro, inclusive.

En cambio,
preocúpese mejor de aquello
que ya a nadie desespera.

Y es que no es el tabaco lo que produce el cáncer, finalmente.

Usted sabe de qué hablo.

jueves, 9 de febrero de 2012

Mirar en el refrigerador.


Me dijeron que era una mala costumbre mirar en el refrigerador. Mirar por mirar, me refiero. Mirar sin hambre. Se gastaba más luz, me decían, pero no se trataba solo de eso.

Con todo, más allá de lo que dijeran, aquello fue convirtiéndose en una costumbre de esas que haces ya sin pensar, un poco porque no tienes nada que hacer, y un poco también por buscar el hambre.

Pero claro, el hambre no es de esas cosas que se encuentran buscándolas. Y esto –aprendes con el tiempo-, sirve para hablar de cualquier tipo de hambre. El hambre por vivir, incluso. O el hambre por amar. Y claro, a veces miramos en el refrigerador para buscar hambre por cualquiera de estas cosas, porque un hombre debe tenerlas, nos enseñaron. Y uno no podía ser otra cosa, sino era un hombre, concluían.

Es decir, fueron también sus enseñanzas las que nos llevaron a mirar en el refrigerador, porque no quisieron –o no supieron-, hablar del hambre verdadera. Ni del hombre verdadero.

Sin embargo, ¿sabremos hacerlo nosotros, algún día?

Eso me pregunto hoy, viendo dormir a mi hijo.

Y claro, viendo dormir también, con él, mis propios sentimientos.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Viento / Algo así como un robo / Anzuelo.


-Me pasó una vez hace seis años –dijo el viejo-. Yo había salido en esta misma lancha a pescar cuando de pronto comenzó el viento... ¿usted conoce el viento?

-Eh… sí… –contesté-. Yo creo.

-Yo pensaba lo mismo, pero me di cuenta que no –continuó-. Y me di cuenta en medio del lago, cuando el viento comenzó a silbar de un modo extraño y luego todo quedó como quieto, como si hubiese llegado alguien a instalarse en el agua.

-¿Alguien…?

-Alguien –se apuró a aclarar el viejo-, pero un alguien que fuera también el agua, como una presencia…

El viejo hizo aquí una pausa.

-¿Y entonces? –le pregunté.

-Entonces fue que apareció el pez… ese que nadie me cree…

-¿Cuál pez?

-¿No le contaron mi historia…?

-No –le dije-. ¿Cuál pez?

-El pez que era yo, uno que tenía mi rostro.

-¿Y qué pasó?

-Pasó que el pez picó, y yo comencé a subirlo, justo después que se detuvo el viento –cuenta el viejo-. Y cuando lo subí y lo iba a golpear descubrí que tenía mi cara…

-¿El pez era igual a usted?

-No es que fuera igual, o parecido, es que el pez tenía mi rostro…

-¿Algo así como un robo?

-No sé si un robo –dijo el viejo-, pero él tenía el rostro que yo había usado hasta ese entonces…

-¿Y qué sucedió luego? –pregunté.

-Pasó que me asusté y quise soltar el pez, sin pensármelo mucho… pero entonces fue que el pez se me pegó en las manos, como si hubiese sido un anzuelo…

-¿El pez como un anzuelo?

-Claro, como si alguien lo hubiese enviado de señuelo para que yo picara…

-¿Y picó?

-Sí, de cierta forma –señaló, cambiando el tono-.

-¿De qué forma? –insistí.

-Se me pegó en las manos –explicó-, y comenzó a tirarme hacia abajo…

-¿Hacia el agua?

-Sí –afirmó-, como si quisieran bautizarme de nuevo, como a los niños chicos…

Luego el viejo se quedó en silencio un momento, para liar un cigarro.

-¿Y cómo lo hizo para recuperar su rostro? -pregunté finalmente.

-Pues para ser sincero –dijo el viejo-, no quedé con mi rostro… es decir, seguí siendo yo, pero me habían cambiado las facciones por estas que tengo ahora…

Luego de eso, el viejo se fue con su cigarro hasta la cabaña que tenía en un extremo de la isla, y yo me quedé pensando en lo que me dijo, a la orilla del lago.

Estaba esperando que amainara el viento, claro, para volver a entrar al agua, y ese momento se acercaba.

Y claro, yo preparé el anzuelo.

martes, 7 de febrero de 2012

Una peluquería. Una mujer. Un peluquero.


I.

Crece el pelo porque sí.
Porque Dios no quiere que seamos siempre los mismos.
Dice ella.

Él la observa.

Yo los observo a ambos.

Los restos de pelo están en el piso.

No se mueven.

Nadie los observa a ellos.


II.

El mundo es extraño.
Dice él.
Y es extraño porque son dos mundos.
Uno es gordo y el otro es flaco
como humoristas en blanco y negro.

A mí me gustaría un corte especial.
Dice ella.
Pero no entiendo el humorismo.

Una vez me reí tanto que me dolió el pecho.
Dice él.
Fue viendo Desayuno en Tiffany´s,
cuando Holly se baja a buscar al gato.

Pues yo quiero el pelo así.
Dice ella.

¿Cómo el gato?
Dice él.

No, pero casi.
Dice ella.


III.

A mí me gustaría una vida más sencilla.
Dice ella.
Una donde el pelo se acomode sin necesidad de arreglos
Una en que todo pueda ser abreviado
sin necesidad de puntos.

¿La médula de lo que ocurre?
Dice él.

No de lo ocurre.
Dice ella.
Si no de aquello que significa.

Entiendo.
Dice él.

¿Esperamos aquí a que vuelva a crecerle el pelo
o prefiere hacerlo en su casa?


IV.

Hay que deshidratar el amor
y ponerlo en un sobre para ser usado
en casos específicos.
Dice él.

¿El amor es su abreviación para todo?
Dice ella.

No para todo.
Dice él.
Pero casi.


V.

A veces siento que avanzo sin moverme.
Dice ella.
Como si todos los otros
se desplazaran hacia atrás.

Sí.
Dice él.
Hay un corte de pelo que opera por ese mismo principio.

Quizá algún día se pueda hablar de esa forma.
Dice ella.
Que nuestros significados parezcan avanzar
porque todo lo que no significa
ha comenzado a retirarse.

¿A retirarse?
Dice él.

Sí. A retirarse.
Dice ella.
No para siempre.
Pero casi.

lunes, 6 de febrero de 2012

Un cigarrillo intacto en su interior.

“Esta había sido una de las abstracciones
más profundas de Hal:
que todos estamos solos
por culpa de algo
que no sabemos qué es”.
David Foster Wallace.


No es extraño encontrar cajetillas
tiradas a la basura
con un cigarrillo intacto
en su interior.

Si un hombre hace eso,
me dijo,
imagínate qué hará con aquello
que intenta olvidar
o que quiere dejar de amar
a cualquier costo.

Visto así,
continuó,
yo debí elegir entre dos caminos
para desarrollar mi empresa:
recoger los cigarrillos despreciados,
o ayudar a los otros a encontrar
al verdadero culpable
de su situación.

Todo por un módico precio,
claro está.

Y la elección fue clara.

Es decir,
siguió,
no se trata solo de culpar,
sino de consumir hasta el final
nuestros propios cigarrillos,
y no importa la razón
que nos lleve a ello.



¿No te convence?
Preguntó entonces.

¿Acaso piensas que es mejor
dejar de consumir
nuestras propias sensaciones?

Yo guardé silencio.

El hombre empezó así
a hablar sobre la soledad
y a dar grandes discursos
sobre el daño que sufren
las personas débiles
y sobre la necesidad de quemar
todo aquello que quedó sin arder,
antes de comenzar una nueva etapa.

Así,
mientras hablaba de las técnicas antiguas
para la purificación de la tierra,
la debilidad de aquel hombre
comenzó también a hacerse presente
entre nosotros.

Y claro,
no es que esperara que llorase
o se viniese abajo,
pero la forma de derrumbarse sin caer
de ese hombre
me hizo pensar justamente
en aquellos cigarros abandonados
al interior de las cajetillas.

Y sentí entonces aquella extraña compasión
que me nace por los hombres que se sujetan a sí mismos
con jirones de palabras
que nada contienen.

Lo escuché hablar.

Asentí cuando él lo necesitó.

Me emborraché a su lado.

Por último,
cuando lo vi dormido,
hice un círculo en torno a él
con la bencina que usaba
para hacer andar la lancha.

Y claro,
el seguía estado solo
cuando comenzó el fuego.

domingo, 5 de febrero de 2012

Una máquina en medio de un bosque.


Llueve desde hace una hora,
ha comenzado a oscurecer
y yo encuentro una máquina
en medio de un bosque.

No es un hecho maravilloso,
claro está,
solo es una máquina
que hace un sonido suave
en medio de los árboles,
como si marcase de esa forma
el centro secreto
de algún sitio.

Por otro lado,
no sé que hace ahí
ni me atrevo a preguntar,
pues es como indagar
sobre el interior de alguien,
me digo.

Entonces,
miro la máquina y pienso
que ella lo sabe
-sabe que es el centro, me refiero-,
y sabe también que los otros
desconocen su importancia.

Ellos van a las iglesias,
debe pensar la máquina,
ellos vuelven con sus familias
y veneran en el fondo
el corazón equivocado.

Con todo,
la máquina sigue funcionando
en medio del bosque,
constante igual que el hombre
que busca avanzar
hasta que flaquean sus piernas,
o como la madre que envejece
alegrándose y temblando
ante la simple visita
de sus hijos.

Y es que el corazón de las cosas,
me digo,
-de existir-,
probablemente ha de hacerlo
como esta máquina.

Nadie la ve, realmente,
y nadie conoce,
a ciencia cierta,
su funcionamiento.

Así,
finalmente,
nada digo
cuando regreso al pueblo.

Me seco junto al fuego.

Todos callan.

Pero ellos saben
que la he visto.

sábado, 4 de febrero de 2012

Vian, faraón, da instrucciones claras sobre la construcción de su pirámide.




I.

No quiero bibliotecas
bajo mi pirámide.

No debe haber en ella
palabra alguna.

Nada de signos
y significados indirectos.

Nada de códigos distintos
a las cosas mismas.

Todo en su sitio, en resumen,
y cada cosa
en el interior secreto
de sí misma.


II.

Mi pirámide ha de ser blanca
como el silencio de los cisnes.

Nada de color.

Nada de sombras.

Nada de luces artificiales.

Y es que mi pirámide debe carecer
de luz y oscuridad,
y vivir de la misma forma
como existe en el fondo marino
una criatura aún no descubierta.


III.

Tampoco quiero Wi-fi,
ni señal telefónica
ni cerveza.

Aunque claro,
si quieren desobedecerme,
les sugiero la cerveza.

No es cuestión de vicios, claro,
ni de enfermedad,
pero hasta un muerto necesita hidratarse
de vez en cuando.


IV.

¿Saben…?
ahora que lo pienso,
creo que de haber cerveza
sería mejor la de tipo artesanal.

Prefiero las oscuras, sin duda,
pero unas de trigo –sin destilar-,
no estarían de más
para variar un poco.

Además,
quizá si dejan pasar un arroyito
por el interior de la pirámide
las cervezas puedan mantenerse
en su temperatura justa.

Miren a Ra y observen
como brilla respaldando
mis nuevas sugerencias.


V.

Ya que aún estoy a tiempo
quizá haga una nueva excepción
con algunas Cleopatras.

Ojalá más sencillas
y sin tanto maquillaje
pues les destroza el rostro.

Además,
como soy difícil de carácter
-y algo cambiante-,
no estaría mal que hicieran
unos de esos test sicológicos
para afianzar la selección.

Con todo,
si no hay muchas postulantes,
les pido a los sumo sacerdotes
que no se fijen en nimiedades,
y en cambio,
aumenten la cantidad
y gradación alcohólica
de las cervezas seleccionadas.


VI.

No sé si será mucho
pero aprovechando que soy su faraón,
me atrevo a encargarles un proyector
y algunas películas de mafiosos
de esas de Seijun Suzuki…

Y bueno,
quizá también unas de Kaurismaki,
unos cuantos musicales
y unas comedias mudas…

No es solo por mí,
en todo caso…
pero bien pudiera ser que mi hijo haga visitas…

¿Porque les conté lo de la puerta secreta
para que mi hijo pueda venir
de vez en cuando…?


VII.

Papas asadas, mantequilla y merquén.

Barritas de chocolate suave
y chocolate amargo.

Eneldo, queso de cabra y pimienta negra.

Pan de ajo.

Verduras salteadas en vino, trozos de piña y pimienta blanca.

Champiñones rellenos con pesto.

¿Ya les hablé de las cervezas, cierto…?


VIII.

Queridos constructores
y sumo sacerdotes,
envío con el escriba
el anexo con las especificaciones…

Ahora bien,
si estiman excesivo
alguno de los ítems,
ruego confiar en la sapiencia
de su faraón
y en la vida austera que hasta el día de hoy
me ha caracterizado.

De hecho,
para ahorrar en impuestos
de nuestro pueblo,
me tomo la libertad de sugerirles
que olvidemos el asunto ese de la pirámide
y centrémonos mejor
en el relleno
del que les he estado hablando…

Y bueno,
ojalá sean tan diligentes
como sabios
para valorar sus vidas…

Por último:
consultad con Ra,
cualquier inquietud
a este respecto.

Vian, faraón,
ha hablado.

viernes, 3 de febrero de 2012

Morir de a poquito.

“Siempre creyó que el animal que estaba sujeto
por un mayor número de cadenas,
era el que resultaba más peligroso”.
Bob Dylan.


Aunque a veces nos engañemos, es fácil entender que no se muere de una vez y que todos en el fondo vamos muriendo de a poquito.

Con todo, no es algo trágico. De hecho, podemos morir de a poquito de una forma tan alegre que cada uno de esos avances sea realmente algo cómodo, y reconfortante.

Así, quizá sea un aporte pensar que algunos de esos poquitos nos suceden mientras estamos con quienes amamos, o divirtiéndonos, o simplemente riéndonos porque algo nos resultó gracioso y su imagen nos hizo cosquillas en el sector ese en que se produce la risa sin que nos demos cuenta.

De esta forma, morir de a poquito puede servirnos para alejar los temores, y para darnos cuenta que esa muerte que miramos con recelo ha sido en realidad una compañera que ha estado junto a nosotros desde siempre, en un silencio respetuoso.

Además, aunque queramos, no podemos evitar morir de a poquitos. Podemos engañarnos, claro, pensando que un auto atropelló a Marcos, o que una lamina de hierro degolló a María Antonieta, pero eso sería quitarle vida a nuestra muerte, aunque esto suene contradictorio.

Y es que de la misma forma como morimos de a poquito, también nacemos de a poquito, y la manera en que realizamos estas acciones, al menos, está a nuestra completa elección –dentro de ciertos márgenes, claro-.

Así, por ejemplo, puedo elegir si decido morir de a poquito viendo tv, o caminando, o abrazando a alguien, o simplemente tendido de espaldas, mirando el cielo.

Sé que suena algo extraño, y que tal vez lo atormenten a uno las ideas del trabajo y las responsabilidades y todas esas formas de morir que parecen impuestas… Pero saben, quizá hablando francamente con los otros podamos llegar a un acuerdo y reconocer que esas acciones no son tan imprescindibles, como nos parecen a primera vista.

Y es que finalmente, si no elegimos, resulta que hasta la forma de morir termina por imponerse, y el miedo a una muerte mal entendida puede impedirnos disfrutar de ese nacimiento constante que es también resultado de esas elecciones.

En resumen: morimos de a poquito, nacemos de a poquito y cada una de esas instancias esconde una posibilidad inmensa de elegir cómo realizarlas.

Así, si bien pierde sentido hablar sobre el acceso a una trascendencia, se abre la posibilidad de reconocer que es profundamente hermoso –y liberador-, que dicha trascendencia no exista.

jueves, 2 de febrero de 2012

Tres chicas en un bosque /// Falta de formación moral /// Un pulpo con siete corazones.


Era como uno de esos antiguos concursos televisivos. Esos en que te presentaban distintas versiones sobre algo y uno debía adivinar cuál de ellas era la correcta: ¿Para qué sirve este producto? ¿Quién dice la verdad…? Cosas de ese estilo.

En mi caso se trataba de tres mujeres. Tres chicas que acampaba en un bosque y con quienes me encontré hoy mientras me alejaba del pueblito en que vacaciono, para estar a solas algunas horas.

Las tres decían ser amigas de infancia que se habían reencontrado tras recorrer por años, distintos lugares del mundo.

-Yo viví cuatro años en Australia –dijo la primera-, pero me aburrí de los canguros. La gente no lo sabe, pero son unos animales insoportables, sin la más mínima formación moral.

-¿Formación moral? –pregunté.

-Sí, formación moral –reafirmó la chica-. Es que esos canguros son unos degenerados, no se cansan de copular una y otra vez y los gritos de las hembras no dejan dormir durante la noche…

-¿Eso hacen los canguros? –pregunté, sorprendido.

-Eso y más –continuó la chica-, y lo peor es que no había como detenerlos… de vez en cuando alguien salía y les tiraba alguna cosa, pero eso solo los excitaba más y gritaban más alto… ¡Si hubieses oído…!

-Pero yo tenía entendido… -comencé a decir.

-Lo que uno tiene entendido no sirve de nada –me interrumpió-, ¿acaso has estado en Australia?

-Eh… no, pero…

-Pero nada –me dijo-. Además yo no miento… De hecho, esa falta de formación moral fue la que me obligó a volver a Chile…

-Lo mismo me pasó a mí –dijo entonces otra chica-. Solo que yo no viví en Australia, si no en el Estado Vaticano…

-¿Ahí también hay canguros? –preguntó la chica Australiana.

-No –contestó la otra-, yo me refería a la falta de formación moral y a esas cúpulas monumentales…

-¿No serán cópulas? –me atreví a decir.

-También de esas. Cópulas y cópulas monumentales –dijo la chica, algo molesta-. Yo arrendé un pequeño cuarto junto a la Plaza de San Pedro y el ruido que hacían en la noche era descomunal… y lo peor era que lo hacían a coro…

-¿A coro?

-Sí –continuó-. Disfrazaban sus gritos de placer como si fuera un tipo de canto, pero se notaba en qué estaban porque hasta las palabras les salían mal pronunciadas…

-Quizá era canto gregoriano… -dije-. Se realiza en latín.

-Eso es lo que quieren hacer creer –contestó-, pero uno sabe de estas cosas...

-¡Y los estúpidos como tú son los que se creen esos cuentos! –agregó la que había vivido en Australia-. Además: ¿has estado tú en el Estado Vaticano?

-Eh… no, pero…

-¡Pero nada…! No sé qué gracia tiene poner en duda las experiencias de otros –concluyó.

Recuerdo que fue entonces que pensé en lo del concurso. En que quizá dos de ellas mentían y solo una decía la verdad, y que yo debía descubrirla. Aunque claro, faltaba aún la tercera versión, para tener completo el panorama.

-Yo no estuve en países concretos –dijo la tercera chica-. Yo solo anduve por el mar, en aguas internacionales.

-¿Nadando? –preguntó la de los canguros.

-No –dijo la chica-. En un barco de análisis científico. Ellos estaban buscando un tipo especial de pulpo, uno que tenía siete corazones…

-¡Siete corazones! –exclamó la del Estado Vaticano.

-¡Eso sí que es falta de formación moral! –gritó la otra.

-Nada de eso –dijo la tercera chica-, de hecho había algo verdaderamente moral en la multiplicidad de corazones del pulpo…

-¿Algo verdaderamente moral? –pregunté yo.

-Bueno… algo limpio –intentó explicar la chica-, quizá no sé cómo decirlo, pero esa palabra ha quedado dando vueltas… Pero el punto es que ellos estaban buscando al pulpo de los siete corazones…

-¿Ellos…? ¿Acaso tú no los estabas buscando? –preguntó otra.

-No… yo estaba viajando solamente, pero no sabía a dónde… -continuó-. Siempre me ha gustado pensarlo así… como una especie de amor casi…

-Amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado… –dijo la del Vaticano, de improviso.

-Pues sí, supongo que es eso… -continuó la otra-, pero sea como sea el caso es que ni ellos ni yo dimos con lo que buscábamos…

-¿Y por qué regresaste tú? –le pregunté entonces a la chica del pulpo.

-Porque debíamos reunirnos acá –se limitó a decir, rotunda, antes de quedar en silencio.

Y claro, fue entonces que me percaté que ya había oscurecido, y que debía apurarme para regresar al pueblo.

Además, como era de suponer, tras quedar en silencio, las chicas desaparecieron, en medio del bosque.

Así, mientras regresaba, pensé que si bien era agradable escoger una de esas historias como la cierta, era muy probable que la verdad hubiese transitado disfrazada, por cada una de ellas.

Por último, recordé el momento en que, años atrás, supe que los pulpos tenían tres corazones, e intenté erróneamente averiguar cuál de los tres corazones era realmente el que resultaba imprescindible…

-Creo que debo volver a ponerme en marcha –me dije entonces, tras regresar al pueblo. Y guardé nuevamente las cosas en mi mochila, para partir mañana hacia otro sitio.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Es divertido lo que no se recuerda.


Es divertido lo que no se recuerda. Es decir, es divertido cuando se recuerda luego de haberlo olvidado. Quizá no sea una ley universal, claro, y alguien pueda pensar en experiencias traumáticas olvidadas y en un sinnúmero de otras situaciones que yo simplemente dejo de lado porque mis conclusiones suelen basarse en mis propias experiencias y también porque la frase inicial me gustó y no quiero cambiarla. Es decir: es divertido lo que no se recuerda. Al menos para mí.

Eso pensaba mientras fotografiaba y hacía una especie de reportaje a un extraño campeonato de fútbol que organizamos en una pequeña ciudad al sur de Chile.

Les explico cómo funciona el campeonato.

Primero, se organizan equipos reunidos desde distintas partes de Chile, con la única condición que todos los integrantes de un equipo posean un mismo nombre (entendiendo nombre como el nombre de pila y el primer apellido).

Segundo, se establece un mínimo y un máximo de integrantes por equipo y se les invita a venir a la ciudad en cuestión y hospedarse en un mismo recinto, acompañados de sus familias.

Tercero, se juega un torneo de todos contra todos –esta vez formamos solo 5 equipos-, y se filman los encuentros y una serie de entrevistas entre los jugadores de cada plantel y sus familias, propiciando una serie de confusiones y/o mezclas entre las historias de vida planteadas por los hombres que poseen el mismo nombre.

Por último, el resultado de estas filmaciones, pasa a formar una especie de documental que aún no se encuentra totalmente financiado y que esperamos tener editado para fines de este año, si todo sale según lo planificado.

Ahora bien, ¿por qué cuento esto?

Sencillo: porque a partir de un integrante del equipo del que formo parte recordé algo que hice en mis tiempos de colegio y que tenía totalmente olvidado.

Me refiero a que hoy, mientras entrevistaba a uno de los Vian que forman mi equipo –no entraré en más detalles del nombre, por cierto-, este hombre me contó que un Vian lo había llamado hacía casi 15 años, con una idea parecida.

-Era un chico que me contó que estaba llamando a todos los Vian de la guía de teléfonos –me dijo-, tal como en este campeonato, y comenzó a hacerme una serie de preguntas sobre mi vida…

-¿Pero ese chico que lo llamó…? –intenté preguntar.

-También tenía el mismo nombre –se adelantó a responder-. Primero me habló de un proyecto escolar, o de un libro y luego simplemente confesó que tenía el mismo nombre y que quería saber cómo era la vida que yo llevaba…

Luego el hombre siguió recordando aquel incidente y yo tomaba apuntes, sin dar luces sobre lo que realmente estaba pensando.

Y es que como supondrán –si se entendió mínimamente lo que estaba contando-, el chico al que hacía referencia aquel tipo era yo, y el incidente que contaba formaba parte de una serie de llamadas que realicé en mi último año de enseñanza media para hablar con gente que tuviese mi mismo nombre, y obtener alguna información.

¿Y saben…? Todo este campeonato-documental, pienso ahora, no es más que una reelaboración de esa primera idea, encubierta por otros fines, claro, y otros nombres… pero en definitiva, no es más que un nuevo intento de robar algo de la vida de los “otros yo” que andan por ahí, viviendo de una forma que siempre he sospechado, es mejor que la que vive uno.

-¿Y para qué pensó usted que llamaba realmente ese chico? –le pregunto entonces a ese Vian.

-No sé –me dice él-, pero me dio la impresión que no le gustaba la vida que yo le estaba contando… no para él al menos…

-¿Por qué…?

-No sé bien, pero me dio la impresión que quería que justificara mi forma de vivir… que lo convenciera, no sé… era un chico extraño –concluye.

Y sí, pienso ahora, supongo que era extraño. Y quizá tenga razón en lo otro también, pues en el fondo, no me gustaban tampoco las vidas que me contaban los otros Vian, o al menos, no me convencían…

Y es que yo me sentía más bien como un viajero en el tiempo. Alguien que viajaba a indagar en su propio futuro las formas posibles de vivir en que podía caer, para robar la que me pareciera más verdadera, o más honesta…

Ahora bien, ¿hubo alguno que me contara algo similar a lo que he llegado a ser yo, actualmente? ¿Hubo alguien que me dijera que en realidad no entendía bien cómo estaba viviendo, o que me contara que tenía un hijo hermoso, o que confesara que se sentía fuera de lugar…? ¿Hubo alguien a quien le robé la idea de cómo vivir, como en la película “12 Monos”…?

Sinceramente, no lo recuerdo… y quizá sea mejor no recordarlo…

Además, es divertido lo que no se recuerda, ¿no creen?

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